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lunes, 30 de enero de 2012

JOSE LUIS SAMPEDRO: EL ÚLTIMO ESTOICO

La entrevista que pongo a continuación del programa Salvados en la que Sampedro habla de economía me viene muy bien para hablar del estoicismo. En la última parte de la entrevista Sampedro pasa de lo general a lo particular; del miedo, la revolución, el capitalismo, la libertad de pensamiento, de la crisis pasa a hablar de su propia muerte con gran naturalidad y resignada serenidad. Con sentido del humor. Actitud de un estoico, sin duda, como él mismo se define. Disfruten de la entrevista...


¿Qué es el estoicismo?

Es una doctrina filosófica que nació en época helenística, siglos IV-III a.C. La polis entró en crisis y el individualismo fue la salida que muchos encontraron a los problemas sociales y éticos. El estoicismo recibe su nombre de la stoa poikilé, "el pórtico pintado", construcción cubierta situada en el ágora que servía para pasear, protegiendo de la lluvia o el calor y que aprovecharon estos filósofos para dialogar con sus discípulos.


Frente al epicureismo surgido por la misma época, los estoicos creían en la existencia de un ser superior que regía el mundo y consideraban necesario la participación en política. Esta última aportación les hizo muy atractivos a los nuevos conquistadores, los romanos, tan moralistas y obsesionados con los antiguos valores, la fortaleza de ánimo y la grandeza que proporciona la gloria.

Es curioso, el estoicismo para los romanos, en un primer momento, era aceptar el nuevo statu quo con naturalidad y asumir los males con entereza y fortaleza. Cicerón, un ecléctico en tantas cosas, mantuvo una actitud estoica cuando murió su querida hija. En sus obras filosóficas también aparece su interés por esta doctrina. No siempre estuvo a la altura -los políticos profesionales y él lo era, traicionan sus ideales-, pero supo enfrentarse a la muerte en el último momento con valor, ofreciendo su cuello al verdugo enviado por Marco Antonio.


Sería con la llegada del imperio y la pérdida de libertades, transformando a los ciudadanos -sobre todo a los ricos; los pobres siempre lo fueron- en súbditos, cuando el estoico se convertiría en un "rebelde" contra el nuevo sistema -Sampedro también es un estoico en este sentido-, en símbolo de resistencia contra el tirano, el emperador. Primero, Catón,



y luego todos aquellos que murieron o tuvieron que suicidarse, ya fuera por una salud deteriorada -una especie de eutanasia, admitida con total naturalidad en la Antiguedad- o, como fue habitual en tiempos de Tiberio, Caligula o Nerón, para proteger a sus familias. Cuando eran condenados, se les recomendaba el suicidio para que una parte de sus bienes pudieran conservarlo sus familiares; si no, todo iría a las arcas públicas. Es más, tal vez esa fue la razón de que la persecución a las familias patricias fuera tan habitual, una manera muy curiosa de reducir el déficit público.
No demos ideas... para el presente... O démoslas... ¿Imaginan que a los banqueros se les obligara a suicidarse y sus beneficios pasaran a las arcas públicas? Si no fuera inmoral, la idea tendría su atractivo. En fin...

Volviendo al estoicismo. Tácito -uno de los grandes escritores latinos, historiador por más señas- nos habla bastante de estas condenas y la actitud estoica de muchos que antes que delatar prefirieron morir con dignidad estoica. Séneca quizá es el caso más conocido y mira que intentó evitarlo, pero al final no tuvo más remedio que aceptar su destino. La conjura de Pisón contra Nerón acabó con él como con tantos otros. Su muerte fue lenta y un último acto que hizo olvidar algún episodio del que un estoico no hubiera estado tan orgulloso, tanto durante su etapa en el poder con Nerón como luego disfrutando de una situación social muy desahogada.


Pero supo morir... aunque intuimos que Tácito se recrea en el sufrimiento de Séneca, tal vez para recordarle lo que hizo en vida... Es Tácito en estado puro.
"Tras esto mandó matar Nerón a Plautio Laterano, cónsul electo; tanta prisa hubo que no dieron tiempo al reo para abrazar a sus hijos ni aun para elegir la muerte. Le llevaron al lugar en que ejecutaban a los esclavos y allí fue muerto por el Tribuno Estacio; conservó hasta el último momento la constancia en no hablar y no reprochó al tribuno su complicidad en la misma conspiración. Siguió después la muerte de Séneca, con gran júbilo por parte del príncipe, no porque estuviese seguro de su participación en la conjura, sino para terminar por medio de la fuerza lo que no pudo hacer el veneno. Solamente Natal había nombrado a Séneca, diciendo que estando éste enfermo había ido a visitarle y a quejarse de que se le negase la entrada a Pisón; mejor era que los dos se encontrasen en la intimidad y cultivasen su amistad. Séneca respondió que “esas conversaciones no convenían a ningunos de los dos, pues, por lo demás, su propia salvación dependía de la de Pisón”. Gavío Silvano, tribuno de una cohorte pretoriana, recibió la orden de transmitir esto a Séneca y de preguntarle si reconocía las palabras de Natal y su propia respuesta. Séneca, por casualidad, o tal vez de intento, había regresado aquel día de Campania y se detuvo a cuatro millas de Roma en una de esas casas de campo. Allí llegó el tribuno al caer la tarde y rodeo la casa con un pelotón de soldados. Séneca cenaba en compañía de su esposa, Pompeya Paulina, y de dos amigos, cuando el tribuno le comunicó el mensaje del emperador.
Séneca respondió que “Natal había venido a quejarse de parte de Pisón porque no le permitía visitarle; él se había excusado por su estado de salud y por el deseo que tenía de descansar; no tenía motivos para anteponer la salvación de un simple particular a la suya propia, tampoco tenía carácter inclinado a las adulaciones y esto mejor que nadie lo sabía Nerón, pues más veces había experimentado la libertad de Séneca que su servilismo”. Cuando el tribuno refirió esto a Nerón, en presencia de Popea y de Tigelino, consejeros íntimos de las crueldades del príncipe, éste preguntó si Séneca se preparaba a morir voluntariamente. Entonces el tribuno respondió que no había observado en él ningún signo de temor, ninguna señal de tristeza aparecía en sus palabras ni en su semblante. Nerón mandó volver al tribuno y comunicar a Séneca su sentencia de muerte. Cuenta Fabio Rústico que no volvió por el camino por donde había venido, sino que dio un rodeo y pasó por casa del prefecto Fenio, a quien preguntó, después de dar a conocer la obra del emperador, si debía obedecer. Fenio, con la funesta cobardía de todos, le respondió que debía cumplir la voluntad del príncipe. El tribuno Silvano era también uno de los conjurados y acrecentaba el número de los crímenes en cuya venganza había consentido. Sin embargo, tuvo el pudor de no dirigirse directamente a Séneca y de no contemplar su muerte. Mandó entrar a un centurión para que le notificase que debía morir. Sin dejarse turbar, pide séneca su testamento y, ante la negativa del centurión, se vuelve hacia sus amigos, diciendo que, “puesto que se le prohibía agradecer sus servicios, les deja al menos el único bien que le restaba, pero el más hermoso de todos: la imagen de su vida. Si guardaban su recuerdo hallarían en el renombre de la virtud la recompensa de su constante amistad”. Y como llorasen, Séneca les habló primero con sencillez; después, con tono más severo, les reprendió y aconsejó firmeza. Les preguntaba “qué había venido a ser sus lecciones de prudencia, dónde estaban los principios que habían meditado durante tantos años contra la fatalidad. Porque, en fin, ¿quién no conocía la crueldad de Nerón? Al martirio de su madre y de su hermano no le restaba más que ordenar también la muerte del hombre que le había educado e instruido”.
Después de estas exhortaciones, que parecían dirigirse a todos, instintivamente estrechó a su mujer en sus brazos, un poco enternecido, a pesar de la fortaleza de su espíritu, le rogó y suplicó que moderase su dolor y no lo hiciere perpetuo, sino que en la contemplación de una vida consagrada a la virtud encontrase el consuelo de la pérdida de su esposo. Pero Paulina aseguró que también ella estaba decidida a morir y reclamó el brazo del verdugo. Entonces Séneca no se opuso a su gloria; además su amor temíase que quedase expuesta al oprobio una mujer por quien sentía un sin igual afecto: “Yo te había mostrado, dijo, los encantos de la vida; tú prefieres el honor de morir; no me opondré a tal ejemplo; sea igual entre nosotros la constancia de un fin tan generoso, pero en él tú consigues la mayor gloria.”
Después de estas palabras se cortaron, a un tiempo, las venas de los brazos. Séneca, cuyo cuerpo débil por su ancianidad y delgado por la abstinencia dejaba muy lentamente escapar la sangre, se abrió también las venas de las piernas y rodillas. Fatigado por el dolor, temiendo que su sufrimiento abatiese el valor de su esposa y también por no alterarse al presenciar los tormentos de ella, la persuadió a retirarse a otro aposento. Entonces, echando mano de su elocuencia aún en sus últimos momentos, llamó a sus secretarios y les dictó varias cosas. Como fueron literalmente publicadas, creo superfluo el comentarlas. Pero Nerón no tenía resentimiento alguno contra Paulina y, temiendo hacer más odiosa su crueldad, ordenó que se impidiese la muerte de la esposa de Séneca. Por orden de los soldados, sus libertos y esclavos le vendaron las heridas y detuvieron la sangre. No se sabe si ella se dio cuenta de esto pues, como el vulgo se inclina siempre a pensar lo peor, no faltó quienes creyesen que mientras temió la ira de Nerón, deseó la gloría de acompañar a su marido, pero que después, con mejores esperanzas, se dejó vencer por la dulzura de la vida. Solamente vivió algunos años guardando el recuerdo de su marido y mostrando en su rostro y en sus descoloridos miembros que la vida languidecía en ella.
Viendo Séneca que se prolongaba el dolor de la agonía rogó a Eustacio Anneo, en quien veía un amigo fiel y un hábil médico, que le sacase el veneno que ya tenía preparado (era el que daban los atenienses a los condenados a muerte), y cuando se lo trajeron lo tomó sin que le produjera efecto, pues sus miembros estaban fríos y en su cuerpo no obraba el veneno. Ordenó, a continuación, que le introdujesen en la sala de baños calientes y, rociando con el agua a los presentes, dijo que ofrecía aquella libación a Júpiter libertador. Por fin, entrando en el baño, lo sofocó el vapor. Su cuerpo fue incinerado sin ceremonia alguna. Así lo habían prescrito en su testamento cuando, siendo rico y poderoso, pensaba en sus últimos momentos..."



Uno de las historias que cuenta Tácito es la de una pareja. El hombre fue condenado. Su esposa quiso acompañarlo en el suicidio, pero el hombre dudaba, temblaba, no se atrevía a dar el paso. Entonces la mujer cogió el cuchillo, se cortó las venas y le dijo: "¿Ves? No duele". También las mujeres saben morir.

Marco Aurelio fue otro estoico. Fue emperador y escribió en griego. Supo también aceptar con resignacíón su destino, tanto el personal como el del Estado que tuvo que gobernar. Aquí en el discurso aparece otro de sus temas filosóficos que compartía con los estoicos, con Séneca también: la unión de todos los hombres en igualdad, la hermandad. Alec Guiness consigue hacer un gran Marco Aurelio en "La caída del imperio romano" de A. Mann rodada, curiosamente, aquí en Guadarrama en los años 60.



Creo que Sampedro, todo un personaje -desde aquí espero que le dediquen antes de que se nos vaya una entrada en la serie del blog cienoliletras entre los personajes- un sabio, un hombre, una buena persona, asume el estoicismo como una manera de afrontar la vida y la muerte -en cierto momento de nuestras vidas ambas podemos llegar a anhelarlas- con serenidad y resignación, pero también con rebeldía juvenil y valiente.

Del estoicismo se puede aprender, sin duda. Del de hace veinte siglos y del que podemos encontrar en cada uno de nosotros ahora y aquí. Sólo tenemos que descubrirlo...

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